8.11.11

Adela, Adrián (fragmento de capítulo 21)



Y ahí te quedaste, en la región fría del pensamiento, junto a los fantasmas, donde de las ideas emanan un aliento vaporoso. Que tu rostro desaparecerá si no lo restaura un arqueólogo. Que el olvido decolorará tus orquídeas. Que las mil risas migrarán con las aves y los antílopes. Que la acacia, en medio del trigo, sola, borrará con savia aquellas iniciales trazadas en su tronco con una navaja robada. Que la metálica luz de la luna, después de jugar con la marea, como lo hace el gato con la bola de estambre, borrará ese par de sombras de los muros. Que será como cuando se enfríe el Sol, ese lapso en el que se apagarán todas las miradas y se irán todos los colores del mundo. Que le venda tu olor al diablo.

Ahora sin la noche, que solía cosechar la ropa interior de los tobillos, y vivía silenciosa en el abismo del interior de tu falda. Sin la noche, envuelta en murciélagos y lechuzas, en su oscura y ciega cacería, como es el deseo, que quiere devorar todo lo vivo, como es la noche.

Hace una sinfonía de tu vientre, como para decir adiós (¿Adela, opus posthumus?). El surco que se inclina a la derecha, por decir algo, son el fagot y los timbales, cuyos ecos se hilvanan como hilos de oro hasta la prominencia de un hueso de la cadera –dos huesos, dos silencios–; el adolorido oboe, es ese liso valle ocre que rodea al ombligo y que hiere todo lo que lo roza –ahí les es lícito pasear a los dioses–, y puedes ver cómo se hunde en la marejada de tu exhalación blanca. Ahora son los cornos, con los mismos retumbos con los que llaman a invadir reinos, dicen poblar tu abdomen de palabras, a escribir ahí una carta de despedida, adolescente, de una tristeza hecha de erratas e ies sin puntos, olvidados de trazar.

Ahora es una red colmada de mariposas que solían ser un lenguaje privado, de arrumacos y perverso. Una plática que comienza a fallar y acaba con la mano cubriendo el lado derecho del rostro, en la soledad del sillón, en el silencio ahí, con el tiempo barriendo la vida y disimulando como alguien incómodo en medio de una discusión.

Y el día empezará violado y tenderá a plomizo, y de nuevo eres una espiga parda en la acera –ya desprovista de olor–, de hombros desnudos, con esa cicatriz innata en el derecho, en forma de rasguño (¿roce?), como la marca que dejó alguien de quien escapaste en otro mundo para nacer. Comprarás un café hirviendo y lo beberás en el camión mientras las estaciones repletas te torturan el alma. Buscarás un rastro en los lugares donde caminaron juntos, las cosas se vuelven sagradas: una colilla de cigarro triturada, el ticket de las cervezas; preguntarás algo en voz baja a las constelaciones que el amanecer va desvaneciendo. Sentirás que algo se robó el día de ayer, que el aire se llevó el antier, que no hay pruebas de la vida pasada, de hace minutos, cuando se cerró la puerta y cada quien caminó en sentido opuesto. Te estremecerás de que nada haya sucedido. Ahí, en la desnudez del presente, seguirás buscando mientras la gente pasa y te golpea los hombros, y te sacude.

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