26.9.08

La vida en menos de cinco líneas I

Mirar a una mujer bella en la calle es lo mismo que encontrarse un billete de veinte pesos en la bolsa de un saco: no sirve para nada, sin embargo, el hecho deja una sensación de felicidad el resto del día.

25.9.08

El brillo de venus









Mientras me servía más cerveza, pensaba en que debía ser la última para dar paso al ron. No estaba acompañado, me senté en la misma silla en la que había permanecido desde que llegué. Mientras tomaba la cerveza y seguía pensando en que seguiría el ron, pasó una mujer de la cual quedé enamorado inmediatamente. Ya me había enamorado cuatro veces en aquella ocasión: una me había dado una cachetada y se había indignada, con otra tuve sexo apasionado en lugares públicos por algunos meses; otra esperaba al hombre indicado para acostarse con él –además de compartir la eternidad– y la dejé; otra era ninfómana y me dejó. Aquellos tiempos fueron difíciles. Williamson decía: “El tiempo oxida los besos del pasado más rápido que la piel de una anciana”.
Esta nueva chica parecía ser la indicada para mí: tenía una blusa que dejaba al descubierto sus hombros apiñonados, huesudos, que se confundían con el color de los rizos quebrados que se acomodaban en su espalda –un pedazo de cabello fuera de lugar, fuera de sí–. Se levantó de la silla, sonreía con sus amigos con una vaso de cerveza en la mano derecha, y pensé en que yo podría matarme si acaso ella llegara a dejarme. Mis ojos se quedaron clavados en sus nalgas: si me dieran a elegir cómo morir, optaría por ser asfixiado por su trasero; tomé cerveza y miré su espalda, magníficamente contorneada. Su columna vertebral es un milagro, mira cómo provoca el arqueamiento en su espalda; además se deja ver, la condenada columna dibuja sus ondulaciones en la vertical de su figura. ¿Cómo un montón de calcio (ella) puede rasgar la miserable tela de la existencia y revelar un mundo desesperadamente bello?
Terminé la cerveza y fui por el ron. Antes de morir, Williamson dijo que “la bebida fuerte siempre trae buenos augurios”. La miré hablando con otro hombre. Éste tenía pinta de baterista, también hablaba con soltura, sabía lo que decía, seguro le hablaba de sus giras y de la fama: no bañarse todos los días, despeinarse, tener muchas mujeres y dejar después a todas por un único y verdadero amor: aquella que brilla entre la masa amorfa que llamada fans. Todo parecía apuntar a que mi nueva novia era aquel fenómeno brillante, una supernova, el big bang, el farol que alumbra al barco que naufraga, los espejitos que miraba el papa desde el avión, ¡Venus en junio!. Ella reía –Williamson apuntó alguna vez que “los celos son aquella risa que tú no provocaste”–, inclinaba la cabeza y ensombrecía aquellos hombros que yo mismo bauticé. Sentado los miraba. Terminé el trago. Odio a los bateristas, pegándole a sus tambores hasta la madrugada mientras menean la cabeza de arriba a abajo con ferocidad, como golpeando al violador de su madre o a algún insurgente. También podría ser un literato, hablando de que él cree que de un momento a otro se encontrará con la locura o que se siente identificado con Rambaud; que es bastante raro y está triste todo el tiempo porque qué caso tiene nacer y después morirse. Ella quedará embelesada porque, como Williamson dijo con verdad en un brindis: “las mujeres como ella no están tristes, son tristes”. Me acerco a los dos. Me hago pendejo. Él le explica a ella el significado de la piedra que tiene en su collar de cuero, algo olmeca. Mierda, las minorías saben demasiado, se defienden de la represión social sabiendo, hablando y hablando y haciendo reír y explicando con erudición gitana sobre sus colgajos: “Mira, este signito aquí quiere decir que el Sol te protege de la mala vibra” ¡Qué vibra! ¡¿Desde cuándo le importa al puto Sol la vibra?!
Ella se echa el cabello en la espalda. El cuello descubierto, largo. Se revela su escote de la misma forma en que deben revelarse todas las cosas que no pertenecen a este mundo. Sus senos son exactos (como son exactas todas las cosas que no pertenecen a…).
Me voy de ahí y me siento en la misma silla en la que he estado sentado toda la noche. Me han vencido los olmecas, pueblo legendario, guerrero, extinto, muerto. Miro mi vaso de ron y pienso en aquellas cabezas gigantes.
Esa noche bebí demasiado, hice amigos y hablé con una gorda emo que quería besarme. Lucía de más su pecho escotado para que yo admirara sus enormes pechos. Los miraba con asombro, parecía que había dos hombrecillos detrás inflando aquellos globos cada vez que inhalaba. Tenía que alejar mi mano cada vez que se inflaban para que su regazo no devorara mi vaso con ron. Era sumamente risueña. Después de dar una gran carcajada con un pésimo chiste mío, su rostro se volvió serio y me besó. Terminamos de besarnos; me sentí ebrio y acabado. Miré hacia mi silla y vi que estaba ocupada. Williamson decía que “cuando un hombre ya no tenía caminos debía inventarse uno y recorrerlo”. Entonces me dirigí a la salida para largarme. Maldita gorda, malditos bateristas y literatos; al diablo también con los pintores.
Al salir respiré el aire de la noche, brindé con los astros, me tambalee. Ella estaba sentada en la banqueta, llorando. Una escena cliché: el perdedor se encuentra a la chica en pena para salvarla. Me dirigí a ella oscilante y me senté. Tenía la cara entre las rodillillas y sus brazos abrazaban sus espinillas. No podía dejar de mirar sus hombros, el blanco hueco de su axila que llegaba hasta el menudo comienzo de su pecho izquierdo. Recordé cuánto la amé hace unas horas. Le hablé:
–Williamson decía que “la vida es una mujer llorando”.
Ella levantó la cara y me miró.
–No me gusta la gente que se alegra del dolor ajeno.
–Oh no, no, no, también decía que con esa frase “no pretendía alegrarse del dolor ajeno”.
Me miró extrañada.
–¡¿Qué dice ese Williamson de los patanes?!
–Que “generalmente son bateristas o escritores”.
–Es ingeniero.
–¡Ah! Ingeniero, son los peores.
–¿Por qué?
–Bueno, para empezar practican la ingeniería eh. (–Bueno, para empezar te deseo tanto que consentiría alegrado en que me devoraras después de haber tenido sexo conmigo).
Comenzó de nuevo a llorar y se recargó en mí. Sí señor, su cuerpo necesita del mío, ahí, en aquella noche sin nubes llena de esperanzas y perfume. ¡Mira cómo el martillo de mi encanto rompe tus cabezotas olmecas cabrón! No supe qué hacer, la abracé, respiré el olor que venía de su cabello, de su boca, de sus ojos, de sus senos, de su ombligo. Sentí que su brazo me tocaba la boca, su rostro se refugiaba en mi cuello, su aliento sollozante templaba mi nívea y corrupta epidermis. Vomité encima de ella.
Williamson decía que “Dios siempre se aleja porque el hombre ensucia todo lo divino”. Ahí estaba ella: parándose incrédula, alejándose…mi obra de arte ahora estaba cubierta de lágrimas y vómito. Yo trataba de hablar pero cuando abría la boca me salía una bocanada de ron-cerveza-papitas-saliva-de-emo que la luz de la luna no tardó en poner en evidencia en el asfalto. Ella se alejaba, asqueada, gritando, llorando. Yo trataba de levantarme pero no podía, quería alcanzarla con las manos pero mis zapatos se resbalaban con el vómito y volvía a caer. Desapareció. Yo quedé rendido ahí. Mirando al cielo sin pensar nada.

12.9.08

La caverna

Están las palabras, que se dicen y se condensan en las nubes
Caen en forma de lluvia helada,
y duelen más que nieve en la cara.

Está la risa, que puede ser lo único vivido de tu vida
Que resuena con ecos milenarios
Atrapados en las cavernas de la historia de la Humanidad.

Están los pensamientos: esos demonios apareándose con las brujas,
Todo lo que se piensa es verdad, todo lo que se dice es mentira.
Están los pensamientos, que no sirven de nada para el mundo de los que hablan.

Está la vida que le vale si yo la vivo
Que no siente cuando la violo ni suspira cuando la abrazo,
Está la vida que se basta a sí misma y que yo la viva no es su fin.

Vann

1.9.08

D 56

Una historia de páginas mojadas y rotas, aun así no deja de ser contada, las risas en la reunión de humo de mal tabaco, el estómago vacío y los sueños a flor de piel, un mundo abierto para devorarlo y la boca del lobo para devorarte. Los pasos cansados pero van a prisa como si una pistola presionara la nuca, los dientes apretados, con el miedo marcando sus huellas digitales en tu cuello. La cena ya sólo son moronas y mientras se termina el Rioja, te susurran al odio las palabras mágicas que abren los cielos y asesinan primogénitos, te hablan en el mismo idioma que el aire entiende, el mismo que borra las palabras y se las lleva al huracán que se colma de cosas y corazones marineros. La noche borra las sombras del parque y rompe los preservativos como si el diablo hubiera ganado una partida más de naipes.