30.10.08

¡Qué estúpida mi bandera!

El flujo vital ahora se postra en el mat y se evapora en la tranquilidad de la meditación. Soy un alma tolerante que deambula en nubes con querubines regordetes que ríen entre su inmensa bondad. Animaciones en el chat, altos y corpulentos los brazos del gimnasio, la figura de la sílfide que recorre la selva pavimentada. Lo bello deshace al contemplador. Morir es más vital que nacer: se puede desear morir pero no desear nacer.

Me odio porque he hecho de la sensibilidad un templo al orgasmo, al sueño reparador y a la tranquilidad del sillón; al agua después del deporte y mi piel es una tabla rellenada y tachada de cantidades. Le he taladrado los omóplatos a lo sensible para ponerle unas alas. En verdad lo he hecho.

Vann

15.10.08

Las luciérnagas de Diácono




Entonces, el dios Pan le habló así a Diácono el campesino:
“Tantos mortales dotados de valentía no hay, y lo que pides no te lo puedo regalar. Te diré un secreto que incluye un menor reto, mas con el conocimiento de aquel, tu destino yo para siempre me lo quedo. Lo que hay en el dios es capricho, así que cada vida requiere un tormento.”

Sabía que ésta sería la última de las caídas. Permaneció boca abajo, con los codos enterrados y mirando fijamente las crueles arenas. Levantó la vista, como suplicándole a su espada que se entierre en su inmundo pecho. Fueron unos segundos de compasión los que la tormenta le regaló a Diácono; corrió hacia la caverna y quedó tendido, en la misma tranquilidad en la que está todo lo inhóspito. Tomó aliento como un recién nacido y su espíritu sonrió.

Diácono no recordaba el tiempo que había pasado de haber caminado por la caverna, su rostro traspasaba a cada paso las tinieblas alimentadas del alarido de los vencejos. De improviso se encendieron miles de puntos verdosos. Diácono tomó cada punto apenas resplandecía. Se había vuelto entretenido guardar luciérnagas hasta que olió el cabello de Acacia y miró los hoyuelos que se asoman en la sonrisa de Dion. Por primera vez se sintió perdido desde que había escapado de la tormenta. Se recargó en la pared y miró una línea cuya finura se extendía por el camino. Tomó el hilo tenso y lo siguió. El ambiente se bañaba de humedad y la roca parecía soltar gemidos vacíos. Se estremeció y acarició el mango de su espada.

Una línea de luz iluminaba una cámara enorme, el sol delineaba las grietas de la roca y encendía cada grano de arena haciendo del suelo un mar de diamantes. El hilo había perdido su tensión y descansaba en el suelo como una serpiente quieta. Diácono permanecía de pie con espada en mano junto a un cuerpo desmembrado y roído por el tiempo. El final del hilo estaba amarrado en el dedo índice del desafortunado. Diácono dejó escapar un gemido y colocó dos corrientes piedras en aquellos ojos nublados. “El griego Teseo”, fue lo que Diácono dejó escapar de sus labios.

Se sentó en una roca y saco un frasco de pintura roja. Pintó con delicadeza el cuerpo de los bichillos que aguardaban en su fardel. Su atención fue interrumpida por alaridos que viajaban por un camino. Comprendó que su viaje alcanzaba su fin. Caminó. El pasadizo se volvía angosto y él se encorvaba cada vez más. El estrépito de las jóvenes voces colmaban el trayecto y se quedaban habitando como un eco seco dentro de su cabeza. El pasaje volvió a abrirse ahora en una bóveda de mármol: el terreno era un pedregal de donde surgían, como de las entrañas de la Tierra, inmensas columnas, de piedra labrada por las manos de Dédalo, con la voluntad de tocar el cielo: unas quebradas y otras caídas en el intento.

En la base de un pilar estaba una muchacha sentada, su rostro lo cubría una melena de oro enredada. Diácono se inclinó y le quitó el cabello de la frente. “Ya he rogado a Zeus. Lo he hecho”, dijo ella con ojos diáfanos y suplicantes. “¿Dónde están Acacia y Dion? Hijos de Aretia… y míos”. Ella negó con la cabeza y volvió a hundir su cabeza en el espanto. Pasaban corriendo hombres y mujeres, algunos desnudos, otros en harapos.

El espectáculo que formaban aquellas almas griegas se vio interrumpido por un rugido que sembró el silencio. Las almas mozas que corrían se arrodillaron al instante con los brazos en los oídos. Diácono dejó caer su toga y devoró todo lo que había en el fardel. Corrió hacia un pequeño cuarto que brillaba intermitente por el fuego que ardía adentro. A tres metros de distancia, detrás del fuego, una bestia con cuerpo de hombre permanecía quieto, digiriendo la anquilosada pureza de la chica desmembrada que yacía en el suelo. Lo rodearon los brazos delgados de Dion y Acacia y el pecho de Diácono los estrechó. “Ni el fuego puede matarlo padre”, dijo su pálido y cansado primogénito. Acacia advertía algo mágico en el silencio de su padre.

Bastó un segundo de distracción para que el toro de Creta ya estuviera frente al trío. El hálito del minotauro fue lo primero que asedió la naturaleza de Diácono. Dion flaqueó, se desplomaba pero su padre lo sostuvo. Los ojos negros, gigantes y saltones del guardia de Minos se clavaban en los de Diácono, éste abrió la boca lo más que pudo y surgió un brillo rojo que cegó a la criatura bicorne. El carmín le arrancaba las sombras a la bóveda como lo haría el Sol, el monstruo sacudía las manos y la cabeza al aire para quitarse el rojo que se clavó en sus pupilas. Diácono daba pasos hacia atrás mientras miles de cocuyos escapaban de su boca. El minotauro envestía paredes y pilares, corría de aquí a allá rugiendo y dando cornadas al aire de color sangre. Todos los vírgenes permanecían ahí parados, sin ser vistos por la cabeza del toro que sólo perseguía el rojo del que eran víctima sus ojos. Los que traían ropas rojas las arrojaban al suelo y el minotauro estrellaba de inmediato su gran cabeza contra el vestuario vacío.

Diácono les habló a Acacia y Dion sobre encontrar a Teseo y seguir el hilo que aprisiona sus manos. Diácono se quitó las ropas y su cuerpo brillaba de rojo como Ares: “Amen a Pan como me aman a mí. Él los ha salvado.” Dion y Acacia dejaron a su padre y siguieron el hilo; éste los condujo de nuevo al desierto. La tormenta había desaparecido y en su lugar el cielo brillaba. Antes de partir a casa dejaron el anillo de Teseo en la estatua de arena que las tormentas levantaron. La efigie tenía en sus manos el otro extremo del hilo. La hija de Diácono y Aretia besó sus pies. “Ariadna de Creta”, fue lo que Acacia dejó escapar de sus labios.


POST-SCRIPTUM

No se tienen registros de haber visto jamás a Diácono de Atenas después de aquel desenlace. Dion y Acacia adoraron al dios Pan y le ofrendaron más que al mismo Zeus, razón por la que éste embriagó de amor hacia las ninfas al dios Pan y nunca más volvió a relacionarse con un mortal. Se dice que Diácono sigue escapando del minotauro en aquel laberinto. Condenado al tormento de vestir de rojo para que nunca lo pierda de vista la criatura bicorne…

6.10.08

El chico de amaranto

El chico de amaranto era un ser ornamental, el minuto de su creación fue el minuto más transparente e inútil. Dormía en los jardines y las flores lo bañaban de rocío. Cuando paseaba y la tarde encendía sus brazos aterciopelados, los viejos solían decir que el chico de amaranto venía de los tiempos donde los armarios aún guardaban monstruos en su interior; en épocas donde de algo valían los corazones que palpitaban fuera del pecho. Una bruja tenía la carta del chico de amaranto: con los ojos del color del agua del Ganges, el pecho magro y desnudo y las manos blancas guardando el tacto de virgenes y sedas; bajo la carpa, el prestidigitador atinaba al par cuando el chico de amaranto sonreía. Los demonios ancestrales son porvocados por aquel espíritu liviano que sólo sabe adornar el mundo.
De día el viento jugaba con su cabello como con las espigas del maíz y no había chica que no tuviera la boca entreabierta si el chico de amaranto bebía del bebedero. Todos buscan entre la ira y la poesía, todos giran en torno a la belleza confinada, que lo más cercano al chico de amaranto no son las bocas y los cuerpos: todos buscan en los cofres, tiran al suelo los listones de satén, buscan en la filtrada luz de la pureza del diamante, buscan en la risa que provocan a la amante, buscan en una caja de Pandora vacía, en las luciérnagas encerradas en el frasco de mayoneza y buscan en canciones para dormir niños. Su madre acomoda su flequillo, "mi chico que sólo adorna al mundo".

Hombres cansados de creer, dioses cansados de crear.