3.12.08

La vida en menos de 5 líneas II

Miré el periódico: decapitados, algunas violaciones, silicona en las actrices, el conductor ebrio mata al paseante y un hombre pierde la vida al salvar a un perro callejero apunto de ser atropellado. Cerré el periódico y sólo podía pensar en que existía la bondad humana.

30.10.08

¡Qué estúpida mi bandera!

El flujo vital ahora se postra en el mat y se evapora en la tranquilidad de la meditación. Soy un alma tolerante que deambula en nubes con querubines regordetes que ríen entre su inmensa bondad. Animaciones en el chat, altos y corpulentos los brazos del gimnasio, la figura de la sílfide que recorre la selva pavimentada. Lo bello deshace al contemplador. Morir es más vital que nacer: se puede desear morir pero no desear nacer.

Me odio porque he hecho de la sensibilidad un templo al orgasmo, al sueño reparador y a la tranquilidad del sillón; al agua después del deporte y mi piel es una tabla rellenada y tachada de cantidades. Le he taladrado los omóplatos a lo sensible para ponerle unas alas. En verdad lo he hecho.

Vann

15.10.08

Las luciérnagas de Diácono




Entonces, el dios Pan le habló así a Diácono el campesino:
“Tantos mortales dotados de valentía no hay, y lo que pides no te lo puedo regalar. Te diré un secreto que incluye un menor reto, mas con el conocimiento de aquel, tu destino yo para siempre me lo quedo. Lo que hay en el dios es capricho, así que cada vida requiere un tormento.”

Sabía que ésta sería la última de las caídas. Permaneció boca abajo, con los codos enterrados y mirando fijamente las crueles arenas. Levantó la vista, como suplicándole a su espada que se entierre en su inmundo pecho. Fueron unos segundos de compasión los que la tormenta le regaló a Diácono; corrió hacia la caverna y quedó tendido, en la misma tranquilidad en la que está todo lo inhóspito. Tomó aliento como un recién nacido y su espíritu sonrió.

Diácono no recordaba el tiempo que había pasado de haber caminado por la caverna, su rostro traspasaba a cada paso las tinieblas alimentadas del alarido de los vencejos. De improviso se encendieron miles de puntos verdosos. Diácono tomó cada punto apenas resplandecía. Se había vuelto entretenido guardar luciérnagas hasta que olió el cabello de Acacia y miró los hoyuelos que se asoman en la sonrisa de Dion. Por primera vez se sintió perdido desde que había escapado de la tormenta. Se recargó en la pared y miró una línea cuya finura se extendía por el camino. Tomó el hilo tenso y lo siguió. El ambiente se bañaba de humedad y la roca parecía soltar gemidos vacíos. Se estremeció y acarició el mango de su espada.

Una línea de luz iluminaba una cámara enorme, el sol delineaba las grietas de la roca y encendía cada grano de arena haciendo del suelo un mar de diamantes. El hilo había perdido su tensión y descansaba en el suelo como una serpiente quieta. Diácono permanecía de pie con espada en mano junto a un cuerpo desmembrado y roído por el tiempo. El final del hilo estaba amarrado en el dedo índice del desafortunado. Diácono dejó escapar un gemido y colocó dos corrientes piedras en aquellos ojos nublados. “El griego Teseo”, fue lo que Diácono dejó escapar de sus labios.

Se sentó en una roca y saco un frasco de pintura roja. Pintó con delicadeza el cuerpo de los bichillos que aguardaban en su fardel. Su atención fue interrumpida por alaridos que viajaban por un camino. Comprendó que su viaje alcanzaba su fin. Caminó. El pasadizo se volvía angosto y él se encorvaba cada vez más. El estrépito de las jóvenes voces colmaban el trayecto y se quedaban habitando como un eco seco dentro de su cabeza. El pasaje volvió a abrirse ahora en una bóveda de mármol: el terreno era un pedregal de donde surgían, como de las entrañas de la Tierra, inmensas columnas, de piedra labrada por las manos de Dédalo, con la voluntad de tocar el cielo: unas quebradas y otras caídas en el intento.

En la base de un pilar estaba una muchacha sentada, su rostro lo cubría una melena de oro enredada. Diácono se inclinó y le quitó el cabello de la frente. “Ya he rogado a Zeus. Lo he hecho”, dijo ella con ojos diáfanos y suplicantes. “¿Dónde están Acacia y Dion? Hijos de Aretia… y míos”. Ella negó con la cabeza y volvió a hundir su cabeza en el espanto. Pasaban corriendo hombres y mujeres, algunos desnudos, otros en harapos.

El espectáculo que formaban aquellas almas griegas se vio interrumpido por un rugido que sembró el silencio. Las almas mozas que corrían se arrodillaron al instante con los brazos en los oídos. Diácono dejó caer su toga y devoró todo lo que había en el fardel. Corrió hacia un pequeño cuarto que brillaba intermitente por el fuego que ardía adentro. A tres metros de distancia, detrás del fuego, una bestia con cuerpo de hombre permanecía quieto, digiriendo la anquilosada pureza de la chica desmembrada que yacía en el suelo. Lo rodearon los brazos delgados de Dion y Acacia y el pecho de Diácono los estrechó. “Ni el fuego puede matarlo padre”, dijo su pálido y cansado primogénito. Acacia advertía algo mágico en el silencio de su padre.

Bastó un segundo de distracción para que el toro de Creta ya estuviera frente al trío. El hálito del minotauro fue lo primero que asedió la naturaleza de Diácono. Dion flaqueó, se desplomaba pero su padre lo sostuvo. Los ojos negros, gigantes y saltones del guardia de Minos se clavaban en los de Diácono, éste abrió la boca lo más que pudo y surgió un brillo rojo que cegó a la criatura bicorne. El carmín le arrancaba las sombras a la bóveda como lo haría el Sol, el monstruo sacudía las manos y la cabeza al aire para quitarse el rojo que se clavó en sus pupilas. Diácono daba pasos hacia atrás mientras miles de cocuyos escapaban de su boca. El minotauro envestía paredes y pilares, corría de aquí a allá rugiendo y dando cornadas al aire de color sangre. Todos los vírgenes permanecían ahí parados, sin ser vistos por la cabeza del toro que sólo perseguía el rojo del que eran víctima sus ojos. Los que traían ropas rojas las arrojaban al suelo y el minotauro estrellaba de inmediato su gran cabeza contra el vestuario vacío.

Diácono les habló a Acacia y Dion sobre encontrar a Teseo y seguir el hilo que aprisiona sus manos. Diácono se quitó las ropas y su cuerpo brillaba de rojo como Ares: “Amen a Pan como me aman a mí. Él los ha salvado.” Dion y Acacia dejaron a su padre y siguieron el hilo; éste los condujo de nuevo al desierto. La tormenta había desaparecido y en su lugar el cielo brillaba. Antes de partir a casa dejaron el anillo de Teseo en la estatua de arena que las tormentas levantaron. La efigie tenía en sus manos el otro extremo del hilo. La hija de Diácono y Aretia besó sus pies. “Ariadna de Creta”, fue lo que Acacia dejó escapar de sus labios.


POST-SCRIPTUM

No se tienen registros de haber visto jamás a Diácono de Atenas después de aquel desenlace. Dion y Acacia adoraron al dios Pan y le ofrendaron más que al mismo Zeus, razón por la que éste embriagó de amor hacia las ninfas al dios Pan y nunca más volvió a relacionarse con un mortal. Se dice que Diácono sigue escapando del minotauro en aquel laberinto. Condenado al tormento de vestir de rojo para que nunca lo pierda de vista la criatura bicorne…

6.10.08

El chico de amaranto

El chico de amaranto era un ser ornamental, el minuto de su creación fue el minuto más transparente e inútil. Dormía en los jardines y las flores lo bañaban de rocío. Cuando paseaba y la tarde encendía sus brazos aterciopelados, los viejos solían decir que el chico de amaranto venía de los tiempos donde los armarios aún guardaban monstruos en su interior; en épocas donde de algo valían los corazones que palpitaban fuera del pecho. Una bruja tenía la carta del chico de amaranto: con los ojos del color del agua del Ganges, el pecho magro y desnudo y las manos blancas guardando el tacto de virgenes y sedas; bajo la carpa, el prestidigitador atinaba al par cuando el chico de amaranto sonreía. Los demonios ancestrales son porvocados por aquel espíritu liviano que sólo sabe adornar el mundo.
De día el viento jugaba con su cabello como con las espigas del maíz y no había chica que no tuviera la boca entreabierta si el chico de amaranto bebía del bebedero. Todos buscan entre la ira y la poesía, todos giran en torno a la belleza confinada, que lo más cercano al chico de amaranto no son las bocas y los cuerpos: todos buscan en los cofres, tiran al suelo los listones de satén, buscan en la filtrada luz de la pureza del diamante, buscan en la risa que provocan a la amante, buscan en una caja de Pandora vacía, en las luciérnagas encerradas en el frasco de mayoneza y buscan en canciones para dormir niños. Su madre acomoda su flequillo, "mi chico que sólo adorna al mundo".

Hombres cansados de creer, dioses cansados de crear.

26.9.08

La vida en menos de cinco líneas I

Mirar a una mujer bella en la calle es lo mismo que encontrarse un billete de veinte pesos en la bolsa de un saco: no sirve para nada, sin embargo, el hecho deja una sensación de felicidad el resto del día.

25.9.08

El brillo de venus









Mientras me servía más cerveza, pensaba en que debía ser la última para dar paso al ron. No estaba acompañado, me senté en la misma silla en la que había permanecido desde que llegué. Mientras tomaba la cerveza y seguía pensando en que seguiría el ron, pasó una mujer de la cual quedé enamorado inmediatamente. Ya me había enamorado cuatro veces en aquella ocasión: una me había dado una cachetada y se había indignada, con otra tuve sexo apasionado en lugares públicos por algunos meses; otra esperaba al hombre indicado para acostarse con él –además de compartir la eternidad– y la dejé; otra era ninfómana y me dejó. Aquellos tiempos fueron difíciles. Williamson decía: “El tiempo oxida los besos del pasado más rápido que la piel de una anciana”.
Esta nueva chica parecía ser la indicada para mí: tenía una blusa que dejaba al descubierto sus hombros apiñonados, huesudos, que se confundían con el color de los rizos quebrados que se acomodaban en su espalda –un pedazo de cabello fuera de lugar, fuera de sí–. Se levantó de la silla, sonreía con sus amigos con una vaso de cerveza en la mano derecha, y pensé en que yo podría matarme si acaso ella llegara a dejarme. Mis ojos se quedaron clavados en sus nalgas: si me dieran a elegir cómo morir, optaría por ser asfixiado por su trasero; tomé cerveza y miré su espalda, magníficamente contorneada. Su columna vertebral es un milagro, mira cómo provoca el arqueamiento en su espalda; además se deja ver, la condenada columna dibuja sus ondulaciones en la vertical de su figura. ¿Cómo un montón de calcio (ella) puede rasgar la miserable tela de la existencia y revelar un mundo desesperadamente bello?
Terminé la cerveza y fui por el ron. Antes de morir, Williamson dijo que “la bebida fuerte siempre trae buenos augurios”. La miré hablando con otro hombre. Éste tenía pinta de baterista, también hablaba con soltura, sabía lo que decía, seguro le hablaba de sus giras y de la fama: no bañarse todos los días, despeinarse, tener muchas mujeres y dejar después a todas por un único y verdadero amor: aquella que brilla entre la masa amorfa que llamada fans. Todo parecía apuntar a que mi nueva novia era aquel fenómeno brillante, una supernova, el big bang, el farol que alumbra al barco que naufraga, los espejitos que miraba el papa desde el avión, ¡Venus en junio!. Ella reía –Williamson apuntó alguna vez que “los celos son aquella risa que tú no provocaste”–, inclinaba la cabeza y ensombrecía aquellos hombros que yo mismo bauticé. Sentado los miraba. Terminé el trago. Odio a los bateristas, pegándole a sus tambores hasta la madrugada mientras menean la cabeza de arriba a abajo con ferocidad, como golpeando al violador de su madre o a algún insurgente. También podría ser un literato, hablando de que él cree que de un momento a otro se encontrará con la locura o que se siente identificado con Rambaud; que es bastante raro y está triste todo el tiempo porque qué caso tiene nacer y después morirse. Ella quedará embelesada porque, como Williamson dijo con verdad en un brindis: “las mujeres como ella no están tristes, son tristes”. Me acerco a los dos. Me hago pendejo. Él le explica a ella el significado de la piedra que tiene en su collar de cuero, algo olmeca. Mierda, las minorías saben demasiado, se defienden de la represión social sabiendo, hablando y hablando y haciendo reír y explicando con erudición gitana sobre sus colgajos: “Mira, este signito aquí quiere decir que el Sol te protege de la mala vibra” ¡Qué vibra! ¡¿Desde cuándo le importa al puto Sol la vibra?!
Ella se echa el cabello en la espalda. El cuello descubierto, largo. Se revela su escote de la misma forma en que deben revelarse todas las cosas que no pertenecen a este mundo. Sus senos son exactos (como son exactas todas las cosas que no pertenecen a…).
Me voy de ahí y me siento en la misma silla en la que he estado sentado toda la noche. Me han vencido los olmecas, pueblo legendario, guerrero, extinto, muerto. Miro mi vaso de ron y pienso en aquellas cabezas gigantes.
Esa noche bebí demasiado, hice amigos y hablé con una gorda emo que quería besarme. Lucía de más su pecho escotado para que yo admirara sus enormes pechos. Los miraba con asombro, parecía que había dos hombrecillos detrás inflando aquellos globos cada vez que inhalaba. Tenía que alejar mi mano cada vez que se inflaban para que su regazo no devorara mi vaso con ron. Era sumamente risueña. Después de dar una gran carcajada con un pésimo chiste mío, su rostro se volvió serio y me besó. Terminamos de besarnos; me sentí ebrio y acabado. Miré hacia mi silla y vi que estaba ocupada. Williamson decía que “cuando un hombre ya no tenía caminos debía inventarse uno y recorrerlo”. Entonces me dirigí a la salida para largarme. Maldita gorda, malditos bateristas y literatos; al diablo también con los pintores.
Al salir respiré el aire de la noche, brindé con los astros, me tambalee. Ella estaba sentada en la banqueta, llorando. Una escena cliché: el perdedor se encuentra a la chica en pena para salvarla. Me dirigí a ella oscilante y me senté. Tenía la cara entre las rodillillas y sus brazos abrazaban sus espinillas. No podía dejar de mirar sus hombros, el blanco hueco de su axila que llegaba hasta el menudo comienzo de su pecho izquierdo. Recordé cuánto la amé hace unas horas. Le hablé:
–Williamson decía que “la vida es una mujer llorando”.
Ella levantó la cara y me miró.
–No me gusta la gente que se alegra del dolor ajeno.
–Oh no, no, no, también decía que con esa frase “no pretendía alegrarse del dolor ajeno”.
Me miró extrañada.
–¡¿Qué dice ese Williamson de los patanes?!
–Que “generalmente son bateristas o escritores”.
–Es ingeniero.
–¡Ah! Ingeniero, son los peores.
–¿Por qué?
–Bueno, para empezar practican la ingeniería eh. (–Bueno, para empezar te deseo tanto que consentiría alegrado en que me devoraras después de haber tenido sexo conmigo).
Comenzó de nuevo a llorar y se recargó en mí. Sí señor, su cuerpo necesita del mío, ahí, en aquella noche sin nubes llena de esperanzas y perfume. ¡Mira cómo el martillo de mi encanto rompe tus cabezotas olmecas cabrón! No supe qué hacer, la abracé, respiré el olor que venía de su cabello, de su boca, de sus ojos, de sus senos, de su ombligo. Sentí que su brazo me tocaba la boca, su rostro se refugiaba en mi cuello, su aliento sollozante templaba mi nívea y corrupta epidermis. Vomité encima de ella.
Williamson decía que “Dios siempre se aleja porque el hombre ensucia todo lo divino”. Ahí estaba ella: parándose incrédula, alejándose…mi obra de arte ahora estaba cubierta de lágrimas y vómito. Yo trataba de hablar pero cuando abría la boca me salía una bocanada de ron-cerveza-papitas-saliva-de-emo que la luz de la luna no tardó en poner en evidencia en el asfalto. Ella se alejaba, asqueada, gritando, llorando. Yo trataba de levantarme pero no podía, quería alcanzarla con las manos pero mis zapatos se resbalaban con el vómito y volvía a caer. Desapareció. Yo quedé rendido ahí. Mirando al cielo sin pensar nada.

12.9.08

La caverna

Están las palabras, que se dicen y se condensan en las nubes
Caen en forma de lluvia helada,
y duelen más que nieve en la cara.

Está la risa, que puede ser lo único vivido de tu vida
Que resuena con ecos milenarios
Atrapados en las cavernas de la historia de la Humanidad.

Están los pensamientos: esos demonios apareándose con las brujas,
Todo lo que se piensa es verdad, todo lo que se dice es mentira.
Están los pensamientos, que no sirven de nada para el mundo de los que hablan.

Está la vida que le vale si yo la vivo
Que no siente cuando la violo ni suspira cuando la abrazo,
Está la vida que se basta a sí misma y que yo la viva no es su fin.

Vann

1.9.08

D 56

Una historia de páginas mojadas y rotas, aun así no deja de ser contada, las risas en la reunión de humo de mal tabaco, el estómago vacío y los sueños a flor de piel, un mundo abierto para devorarlo y la boca del lobo para devorarte. Los pasos cansados pero van a prisa como si una pistola presionara la nuca, los dientes apretados, con el miedo marcando sus huellas digitales en tu cuello. La cena ya sólo son moronas y mientras se termina el Rioja, te susurran al odio las palabras mágicas que abren los cielos y asesinan primogénitos, te hablan en el mismo idioma que el aire entiende, el mismo que borra las palabras y se las lleva al huracán que se colma de cosas y corazones marineros. La noche borra las sombras del parque y rompe los preservativos como si el diablo hubiera ganado una partida más de naipes.

29.8.08

Otros modos de conocimiento

El morbo
Las perversiones
El odio
El asco
El cibersexo
El alcohol
La muerte
La inmoralidad
La crueldad
La pereza
La prostitución
La sangre
El asesinato sin causa

La pornografía

29.7.08

Casi todos están a punto de morir


Siempre fue un tipo duro, se movía y no importaba si la tierra ensuciaba sus botas; era un tipo serio que fruncía el ceño y golpeaba los dedos contra la mesa cuando reflexionaba. Los tipos duros no resuelven los problemas, sino que los machacan en el piso como se le hace a una cucaracha cuando corre sobre en el piso; con los ojos que eran dos espejos mojados y los dientes escondidos como lobos en cavernas. Los rasgos del rostro marcados y escondidos por la sombra del ala sombrero; cuando pasaba junto a mí sentía la angustia del que va a morir. Todos lo conocían y él no recordaba a nadie, parecía tener una furia avasalladora por todo lo que no era él de igual forma en la que Dios se siente cuando al mundo ve. Sentado pasa el tiempo con él, de pronto con su bota apoyada en la columna del pórtico hace que su silla se balancee. Cuando la gente pasa suele pensar o decir que es un tipo duro y le temen como los barcos al peñasco. Yo siempre sigo sus pasos y ahora que está quieto quieto también lo sigo; los rayos del Sol se miran exactos porque éste pinta el polvo que levantan los caballos, los rayos de polvo chocan con las piernas de aquel tipo. Las mujeres escapan de su presencia y algunas voltean cuando él les da la espalda admiradas por el susto que él provocó en ellas. “La vida para ellos es el whiskey y esperar a morir”–decía mi padre–. Mi padre era cobarde. Todo se está muriendo y él es el que siempre está matando. Todos odian y le temen al que mata, todos deben de odiar y de temer a todos los dioses. Debajo de mi escondite, donde miro y admiro miro que aquel se levanta y se queda viendo a un punto que no logro ver, como cuando quieres mirar a donde un animal ve. Me acomodo en mi escondite cuando se levanta, su sombra dibuja a un hombre y un sombrero y dos pistolas en la madera. Está quieto y la gente se aleja de la calle, hablan entre sí, el barbero mira con una ceja levantada detrás de la ventana y junto a él un hombre con espuma en media cara. Un perro costilludo le ladra a un caballo y éste no hace caso. Por fin miro a dos hombres con chalecos negros. Aquellos parecen tipos duros que no encuentran un problema con eso de matar. Me quedo escondido y escucho a mi madre gritarme. Sé que si mi madre sale a buscarme no vivirá para mañana. No hay nadie en las calles más que aquellos tres. Mi madre sale gritándome. Salgo de mi escondite y corro hacia ella. De pronto escucho el rugido de miles de leones y siento el Sol que me quema la cara como cuando juego con mis hermanos y el agua. Ya no me quema el Sol porque mi madre lo ha tapado con su cabeza. Volteo la cara y miro a aquel tipo duro mirarme entre el humo de su colt. Veo dos hombres en el suelo con chalecos negros. Respiro tranquilo. Sonrío mientras mi madre mira cómo me apago.

Vann

17.7.08

Para otros casi nada

El amor tiene que ver con la locura en la medida en que la primera es la enfermedad mientras que la segunda es su síntoma. Tiempo después (para unos tiempo más, para otros casi nada) es posible que uno quede enfermo pero ya no presente síntomas. ¡A quién le importa una enfermedad que no presenta síntomas y sólo se acaba por morir junto con ella!